No confíes en mi voz… a veces miente…Mírame a los ojos… ellos nunca engañan…Presta atención a mi letra… esa soy yo…

Lo que el viento se llevó (Relato 3)

 



Elisenda, solterona con casi setenta años, había encontrado en Don Braulio a aquel padre que de tan niña perdió, e incluso aquel hijo que jamás le dieron la oportunidad de criar ni de tan siquiera conocer.
Todos los días, a las 7 de la mañana, se tomaba su cafenito y, aún en pantuflas, bajaba a la boca del metro y cogía el diario gratuito. Luego pasaba por la floristería de su amiga Pepa y se dejaba regalar un ramito de margaritas silvestres, siempre blancas. Las dos chismorreaban y se reían durante un rato mientras se tomaban un té de jazmín en la trastienda, fumándose un pitillo a hurtadillas como si fueran chiquillas de quince años escondiéndose de la temible Madre Superiora. Aquel era, sin duda, uno de los mejores momentos que les podía ofrecer a ambas la vida.



Aún con una grata sonrisa en la boca, Elisenda subía a pié los seis pisos que le llevaban a casa del que ya había hecho su protegido por derecho propio. Hacía ya más de dos décadas que había convertido aquella visita en una rutina, 24 años para ser exactos desde que a Don Braulio le detectaron un alzheimer que lo dejó en el más crudo de los desamparos. Todos, y cada uno de los días, sin descanso y sin cansancio que pudiera con ella, subía a casa de su vecino y le hacía las tareas del hogar, le aseaba, le cambiaba los pañales cincuenta y seis veces al día, le preparaba una taza de caldo escondido en leche, le leía alguno de los cientos de libros que él tenía en su biblioteca y veían juntos, de nuevo, “Lo que el viento se llevó”. Y todo esto sin más pago que alguna sonrisa ocasional, muy de vez en cuando, cuando Don Braulio la confundía con su difunta esposa. Los hijos de él habían, literalmente, desaparecido, hacía ya mucho que el teléfono no sonaba, tan solo recibía una felicitación por Navidad. Gracias a Dios su enfermedad lo había llevado a un estado de amnesia total e irreversible y había olvidado, aún en sus ínfimos y cortos estados de lucidez, qué había sido de su vida en los 70 años anteriores. Con sus 94 ya cumlidos no tenía más que esporádicos recuerdos de su edad de oro. Era un duro trabajo para Elisenda, pero jamás nadie pudo decir que se quejara. Ella, siempre sonrisa en boca, lo cuidaba y lo mimaba con un cariño y con una comprensión difícil de entender. Sin ser siquiera de su sangre, adoraba a aquel abuelito llevado a menos, indefenso e inocente, que le ocupaba la inmensa mayoría del tiempo de su día a día. Don Braulio, con la casa llena de fotografías en blanco y negro de las grandes aventuras de su juventud, cogido de la cintura de Doña Catalina, aquella rubia explosiva, transgresora y provocadora en el tiempo de represalias, prejuicios y pecados mortales que les tocó vivir. Elisenda todavía recordaba aquellos primeros años en los que ella empezó a subir “por si acaso” y se pasaba horas y más horas escuchando sus viajes y sus vivencias. Por aquel entonces era él quien le leía a su adorado Julio Verne y le contaba entre risitas socarronas cómo le tiraron del cine porque le metió mano a la rubia peligrosa, con las voces de fondo de Clark Gable y Vivien Leigh. Aquel hombre era su vida y su razón de seguir. Nadie jamás le había dado tanto cariño ni le había obsequiado con tanta atención y gratitud mientras su cabeza y su alma se lo permitieron. Él tenía ahorrado dinero más que suficiente como para comprarse dos plantas enteras del mejor geriátrico de Madrid pero, ni sus hijos permitían que él gastara ni un solo duro de la jugosa herencia que les estaba por llegar, ni ella les contó jamás que Don Braulio guardaba bajo su colchón una cantidad de dinero incontable que le habría permitido vivir rodeado de médicos y enfermeras por veinte años más. Definitivamente no quería quedarse sin él. Elisenda jamás había tocado ni un solo céntimo de aquel dinero a no ser que fuera para pagar a la asistenta que dormía todas las noches en un sillón a su lado, Ani se llamaba. Ella misma fue la encargada de buscarla y contratarla, tenía 23 años y era enfermera en prácticas, muy buena chica, cuidadosa y diligente, dulce y respetuosa, había sabido elegir muy bien.



Por momentos, con la luna y en la soledad de su cama, Elisenda se derrumbaba y no entendía porqué alguien, humano, podía haber abandonado a un pobre hombre a su suerte, como sus propios hijos, sangre de su sangre, lo habían desterrado al olvido sin la más mínima consideración ni piedad. No conseguía entender como aquellos malditos mocosos a los que jamás les faltó de nada, que estudiaron en los mejores colegios y que se casaron ya con una casa pagada, podían haber dado a su padre el peor de los castigos, la soledad. Si es que ni cariño les había faltado. Doña Catalina les había malcriado, es cierto, jamás les riñó ni les dijo una palabra más alta que la otra, siempre habían hecho lo que les había venido en gana y nunca fueron amonestados por ello, ni siquiera cuando a Enriquito le dio por dejar en bolas a un pobrecito niño de su colegio solo porque su ropa no era de marca y le molestaba que se paseara con esos harapos de mercadillo… nada, se limitaron a quitarle la bicicleta un día (y que más daba, si llovía). Sí, debía ser eso, falta de disciplina y falta de carencias, jamás aprendieron a valorar ni a agradecer. Ella los odiaba, los repudiaba con toda su alma, sabía que los volvería a ver en el funeral de Don Braulio, frotándose las manos y deseando cobrar aquella puñetera herencia. Elisenda lloraba mares pensando en aquel momento que lo separaría definitivamente de él. ¿Qué sería de su vida sin Don Braulio?, todo perdería sentido, ya no habría a quién cuidar ni con qué ocupar sus horas. Se consolaba pensando en que Pepa seguiría ahí y en que, quizás, tal vez, podría empezar a tener un poco de vida social…



Le quedaba también otro consuelo, quizás los hijos de Don Braulio habían decidido desaparecer, ese era su puñetero problema, pero ella siempre estaría a su lado, hasta el final de sus días, regalándole su compañía y su humilde saber hacer… y ella sabía que, por desgracia no todo el mundo corría la misma suerte. Qué más da si de vez en cuando la confundía con Doña Catalina y le pegaba una palmada en el culo, era todo un privilegio ser confundida con aquella maravillosa rubia de oro…




Carmen

2 bombillas encendidas:

neruda dijo...

Es lo que dije en mi blog... siempre que entro acabo emocionándome.
Precioso relato Carmen. La historia ha pasado por mis ojos como si de una película en blanco y negro se tratara mientras la estaba leyendo. He imaginado a Elisenda y a D. Braulio viendo esa mítica película, y me he sentido mal al pensar en el abandono de sus hijos... fascinante.
Por cierto, creo que lo del blog para cuentos infantiles es una muy buena idea. Podrás contar conmigo siempre que quieras. Un beso.

Carmen dijo...

Muchísimas gracias Neruda, me siento muy insegura cuando escribo relatos y tú me regalas ánimos a raudales. Para mi tus palabras son impagables, reimpagables de hecho

Respecto al blog de cuentos... llegará, y lo decoraré con todas mis hadas y elfos y enanos y magos... quiero que sea MÁGICO ¿Quién sabe?, en cuanto desarrolle bien la idea y le ponga imaginación al asunto, si tu quisieras, podriamos compartirlo y crearlo juntas... Tiempo al tiempo... siempre quise escribir para niños
Mil besos corazón, y mil gracias de nuevo